Recordé y quise poner aquí este cuento que siempre me gustó y que leí hace muchísimo tiempo en un libro de Antonio Ricardo Güiraldes llamado “Don Segundo Sombra”.
Esto era en tiempo de nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles.
Nuestro Señor, que asigún dicen jue el creador de la bondá, sabía andar de pueblo en pueblo y de rancho en rancho, por Tierra Santa, enseñando el Evangelio y curando con palabras. En estos viajes, lo llevaba de asistente a San Pedro, al que lo quería muy mucho, por creyente y servicial.
Cuentan que en uno de esos viajes, que por demás veces eran duros como los del resero, como jueran por llegar a un pueblo, a la mula en que iba nuestro Señor, se le perdió una herradura y dentró a manquiar.
—Fijate —le dijo nuestro Señor a San Pedro— si no ves una herrería, que ya estamos dentrando al poblao.
San Pedro, que iba mirando con atención, divisó un rancho viejo de paredes rajadas, que tenía encima de la puerta un letrero que decía: ‘ERRERÍA’. Sobre el pucho, se lo contó al Maistro y pararon delante del corralón.
—Ave María —gritaron. Y junto con un cuzquito ladrador, salió un anciano harapiento que los convidó a pasar.
—Güenas tardes —dijo Nuestro Señor—. ¿Podrías herrar mi mula que ha perdido la herradura de una mano?
—Apiensén y pasen adelante —contestó el viejo—. Voy a ver si puedo servirlos.
Cuando, ya en la pieza, se acomodaron sobre unas sillas de patas quebradas y torcidas, Nuestro Señor le preguntó al herrero:
—¿Y cuál es tu nombre?
—Me llaman Miseria —respondió el viejo, y se jue a buscar lo necesario pa servir a los forasteros.
Con mucha pasencia anduvo este servidor de Dios, olfateando en sus cajones y sus bolsas, sin hallar nada. Acobardao iba a golverse pa pedir disculpa a los que estaban esperando, cuando regolviendo con la bota un montón de basuras y desperdicios, vido una argolla de plata, grandota.
—¿Qué haceh’aquí vos? —le dijo, y recogiéndola se jue pa donde estaba la fragua, prendió el juego, reditió la argolla, hizo a martillo una herradura y se la puso a la mulita de Nuestro Señor. ¡Viejo sagaz y ladino!
—¿Cuánto te debemos, güen hombre? —preguntó Nuestro Señor.
Miseria lo miró bien de arriba abajo y, cuando concluyó de filiarlo, le dijo:
—Por lo que veo, ustedes son tan pobres como yo. ¿Qué diantre les vi a cobrar? Vayan en paz por el mundo, que algún día tal vez Dios me lo tenga en cuenta.
—Así sea —dijo Nuestro Señor y, después de haberse despedido, montaron los forasteros en sus mulas y salieron al sobrepaso.
Cuando iban ya retiraditos, le dice a Jesús este San Pedro, que debía ser medio lerdo:
—Verdá, Señor que somos desagradecidos. Este pobre hombre nos ha herrao la mula con una herradura’e plata, no noh’a cobrao nada por más que es repobre, y nohotros los vamos sin darle siquiera una prenda de amistá.
—Decís bien —contestó Nuestro Señor—. Volvamos hasta su casa pa concederle tres gracias, que él elegirá a su gusto.
Cuando Miseria los vido llegar de vuelta, creyó que se había desprendido la herradura y los hizo pasar como endenantes. Nuestro Señor le dijo a qué venían y el hombre lo miró de soslayo, medio con ganitas de rairse, medio con ganitas de disparar.
—Pensá bien —dijo Nuestro Señor— antes de hacer tu pedido.
San Pedro, que se había acomodao atrás de Miseria, le sopló:
—Pedí el Paraíso.
—Cayate viejo —le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
—Quiero que el que se siente en mi silla, no se pueda levantar della sin mi permiso.
—Concedido —dijo Nuestro Señor—. ¿A ver la segunda gracia? Pensala con cuidao.
—Pedí el Paraíso —golvió a soplarle de atrás San Pedro.
—Cayate viejo metido —le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
—Quiero que el que suba a mis nogales, no se pueda bajar dellos sin mi permiso.
—Concedido —dijo Nuestro Señor—. Y aura, la tercera y última gracia. No te apurés.
—¡Pedí el Paraíso, porfiao! —le sopló de atrás San Pedro.
—¿Te quedrás callar viejo idiota? —le contestó Miseria enojao, pa después decirle a Nuestro Señor:
—Quiero que el que se meta en mi tabaquera no pueda salir sin mi permiso.
—Concedido —dijo Nuestro Señor y, después de despedirse se jue.
Ni bien Miseria quedó solo, comenzó a cavilar y, poco a poco, jue dentrándole rabia de no haber sabido sacar más ventaja de las tres gracias concedidas.
—También, seré sonso —gritó, tirando contra el suelo el chambergo—. Lo que es, si aurita mesmo se presentara el demonio, le daría mi alma con tal de poderle pedir veinte años de vida y plata a discreción.
En ese mesmo momento, se presentó a la puerta’el rancho un caballero que le dijo:
—Si querés, Miseria, yo te puedo presentar un contrato, dándote lo que pedís.
Y ya sacó un rollo de papel con escrituras y numeritos, lo más bien acondicionao, que traiba en el bolsillo. Y allí las leyeron juntos a las letras y, estando conformes en el trato, firmaron los dos con mucho pulso, arriba de un sello que traiba el rollo.
[Continúa con el resto de la historia donde Miseria engaña al diablo tres veces usando las gracias que recibió…]
Ahí quedó Miseria, sin dentrada a ningún lao porque ni en el cielo, ni en el Purgatorio, ni en el Infierno lo querían como socio y dicen que es por eso que, dende entonces, Miseria y Pobreza son cosas de este mundo y nunca se irán a otra parte, porque en ninguna quieren almitir su existencia.
Nota: Este es un extracto del cuento tradicional incluido en “Don Segundo Sombra” de Ricardo Güiraldes, conservando el lenguaje gauchesco original de la narración.